Desde hace 27 años, cada 9 de noviembre, celebramos aquella tarde en la que el mundo miraba boquiabierto como unos ciudadanos abrían las fronteras, y derribaban después el Muro de Berlín.

La democracia se extendió por casi toda Europa, se forjó el proyecto de Unión Europea, se enfrió la Guerra Fría, y nos sumergimos en un letargo de bienestar, progreso y seguridad, bajamos la guardia, cerramos los ojos, y olvidamos la lucha por los intereses comunes.

Llegaron pequeñas crisis económicas y los primeros estragos del terrorismo internacional. Pero europeos y americanos seguimos en lo nuestro, sin advertir que lo nuestro quedaba cada vez más al arbitrio de unos pocos.

En 2008 llegó la gran crisis, que ha despojado de trabajo, bienes, servicios, derechos y libertades a millones de ciudadanos en la vieja Europa, y en los Estados Unidos. Pero las respuestas siguieron siendo las mismas: dejar pasar el tiempo y esperar.

Muchos ciudadanos, sin rumbo político, sin cobertura social, sin proyecto internacional, y sin otra esperanza en la que creer, se entregan pues al populismo barato, a la xenofobia, al odio al diferente y a todo lo que pueda parecer una amenaza para lo suyo.

Sin advertir los avisos del Brexit, el Amanecer Dorado, Marine Le Pen, o tantos otros, otro 9 de noviembre apareció este señor al que tampoco nadie quiso mirar durante la campaña, y ganó las elecciones americanas, con la promesa de construir otro muro.

Por razones bien distintas, el 9 de noviembre podría llamarse Día Mundial de los Muros, pero yo prefiero, como siempre sin tarjeta, mi ramito de violetas.