A los españoles nos cuesta aprender, asumir la realidad, y muchas veces lo hacemos a base de golpearnos contra un muro. Dice ahora el presidente de los promotores de vivienda españoles, lo mismo que el de los valencianos dijo en junio. Que a su vez no es otra cosa que lo que llevan haciendo en Irlanda desde hace más de cuatro años.
Resulta que ahora descubren que, de aquél stock de millón y medio de viviendas nuevas sin vender que dejó la crisis, cerca de medio millón, no se podrán vender nunca.
Esto era algo evidente, por muchos motivos, pero el principal era solo uno: esas viviendas no se construyeron para ser compradas como residencia, sino como valores de cambio, simples bonos inmobiliarios que, sin embargo, ocupan parte de nuestro suelo y nuestro paisaje; y desde 2008 en que estalló la burbuja, están ahí sin que nadie las vaya a comprar, oxidándose, agrietándose y cogiendo polvo.
Cuando en otros países ya las han demolido, han limpiado el terreno donde se hicieron, y vuelven a crecer pastos o cultivos, aquí seguimos pensando qué hacer con ellas. Hasta que hemos encontrado un culpable: el ciudadano, que ahora se ha sensibilizado, mire usted, con el medio ambiente, y no quiere estas viviendas antiguas, que consumen energía y derrochan calor y frío por las rendijas, mal ubicadas, y pensadas para modelos de familia que ya no existen.
Así que ahora, que ya tienen a quien echarle la culpa, igual se ponen, pico y pala, manos a deshacer la obra. Solo espero que no nos hagan correr con los gastos.