Hace unos días nos sorprendió la noticia de no poder aparcar en Madrid. La contaminación había llegado a límites insospechados, y se activó el protocolo: El primer día se bajó la velocidad, y el segundo día se prohibió aparcar en todo el centro.
Aquello ya pasó, y no hemos vuelto a saber nada. ¿Será que los madrileños se habituaron por sí solos a conducir a velocidad menos contaminante? ¿Decidieron, por sí solos, no utilizar el coche para ir al centro? Mucho me temo que no.
Nuestras costumbres no cambian de la noche al día, habituados como estamos a utilizar el vehículo para todo. Incluso para llevar a los niños al colegio ubicado en el corazón de nuestro barrio, como vemos cada mañana en las puertas de todos los colegios de nuestra región.
Nos convencieron de que necesitamos tener en propiedad un coche, o mejor, dos o tres por familia. Pero eso tiene un precio: cada vez más contaminación, menos espacio público para el disfrute del ciudadano, más atascos, costes de mantenimiento, y un largo etcétera.
Hay ciudades que llevan años trabajando para que sus ciudadanos no usen el coche. Son ejemplares Copenhague, Ámsterdam o Vitoria. Y la respuesta es unánime: sus vecinos son más felices, gastan menos y ahorran dinero, respiran un aire más limpio, y disfrutan de una ciudad más amable.
Cuando les muestro imágenes de estas ciudades a mis alumnos siempre hay alguno que dice: es que Murcia no es Copenhague. Y yo les contesto: Copenhague hace 30 años tampoco lo era, pero si no empezamos ya, dentro de 30 años seguiremos igual.