Escuchamos y leemos mucho últimamente sobre viajes en jet privado de tal exalcalde o cual exconcejal. También supimos de timbas de cartas en lujosos yates en las que participó tal exconcejal, o cual jefe de urbanismo, o incluso tal jefe de planeamiento.
A vueltas estamos con tanto lujo, que el deslumbramiento nos va a obligar a ponernos gafas de sol para poder leer el periódico. Y claro, llegaron los jueces, y sacaron del diccionario una palabra que hacía tiempo que no escuchábamos: el cohecho.
Ya nos habíamos acostumbrado a la prevaricación, al tráfico de influencias, a las negociaciones prohibidas a funcionarios, o a cualquier tipo de malversación. Pero ciertamente el cohecho andaba muy perdido en el diccionario matutino de los escándalos que, cual parte meteorológico, nos asalta en el afeitado matutino. Tan perdido estaba, que habrá quien dude si escribirlo con hache intercalada o sin ella.
Y es que el cohecho vende mucho, porque implica una “pillada in-fraganti”, un intercambio de dinero o favores… en definitiva, un beneficio personal directo de quien lo practica, y porque los cohechos que salen a la luz no son de un billete de cinco euros, no… son de lujo asiático, que impone mucho.
Pero el relumbre del cohecho, no nos debe tapar los hechos. Los hechos sucedieron a la vista de todos, durante años se aprobaron en plenos municipales convenios, reclasificaciones, recalificaciones, teletransportaciones y operaciones multimillonarias, denunciadas por unos pocos, y calladas por muchos, que esquilmaron nuestro territorio, que hipotecaron nuestro futuro de entonces, (el presente de hoy) y que beneficiaron solo a unos pocos.
Y aunque lo que vende son los cohechos, lo que a mí me duele son los hechos, con hache.