MANUEL MADRID


Foto de E. M. Bueso en La Verdad

Ese pilluelo desmelenado que corre por el bancal hoy no se ha lavado la cara. Tiene la piel sensible; la cal del grifo y el cloro del agua le producen alergia. Paco Navarro Oliva sonríe a lo lejos. La barba le crece con enjundia, brotes de la naturaleza que adornan su felicidad natural. Hace un frío de mil demonios a los pies del cabezo de El Esparragal, pero ni se inmuta. Con un gorro a lo Frances McDormand en ‘Fargo’ evita que los sabañones deformen sus orejas. No hizo la mili, pero Paco no es el único huertano que reutiliza una chaqueta del Ejército. «Antes recogía chatarra y la encontré dentro del tambor de una vieja lavadora. ¿Me queda guapa, eh?». Al recodo de la montaña, delante del colegio Nuestra Señora de los Ángeles y de un bloque en la calle Pintor Antonio Díaz Bautista, este microproductor ecológico que empezó como lechuguero ha convertido en un vergel el terreno que su socio nunca pensó que pudiera dar de sí para abastecer de «verduras felices» a tantas familias de Murcia. «Esto estaba parado, no sabíamos si iban a vender el suelo para más viviendas. Cuando lo alquilamos no tenía portillos ni canal para regar. Metimos un tractor y un láser para dejarlo parejo; traje dos bañeras de estiércol… Menuda ‘estercolá’ le dimos. ¡Buahhhh!». A sus 45 años cree a pies juntillas que este rincón no llegará a urbanizarse: «Hay muchos pisos vacíos aún y sin vender». Su intención es «seguir poniendo mi energía aquí» y alquilar baldíos aledaños. «Hay uno ahí mismo con piedras, escombros y vidrios, unos críos le pegaron fuego hace poco… pero tengo que cogerlo. Como está no lo va a cultivar nadie y seguirá abandonado. Cueste lo que cueste yo lo plantaré de almendros y oliveras. Me pongo malo de pensar que los dueños puedan echar químicos para fumigarlo».

¿Qué motivación ha encontrado gente como Paco para volver a la huerta después de desempeñarse como albañil? «Nuestros padres nos inculcaron que estudiáramos y que nos sacáramos una carrera, que aspirásemos a algo más porque la tierra es muy dura y no da dinero. Pero, ¿por qué no voy a poder producir mis lechugas y venderlas yo mismo?, me preguntaba tantas veces. Veo una fábrica de producción de alimentos en cada huerto. ¡Y esto es una bendición!».

Salir del cogollo y empaparse de la cultura de otros pueblos y lugares fue determinante para que despertara y empezase a apreciar lo que tenía alrededor. «A mucha gente le digo que soy de Murcia y que vivo en la huerta y a menudo oigo lo mismo: ¡Qué maravilla y qué suerte! Cuando yo tenía 16 años a mí nadie me decía que eso era bueno, por eso la primera vez que lo escuché alucinaba. Cuando trabajas en estos bancales te entran ganas de bailar, te llenas de fuerza y de vida, te aportan paz y te ofrecen un mundo de posibilidades muy recomendables. La huerta lo cura todo». No juzga los desmanes pasados, ni es agorero sobre el futuro. «Lo que está hecho, hecho está. Todavía queda huerta y mucho que recuperar. Este lugar tiene una energía poderosa, y aunque se le haya hecho daño, hay mucho por hacer». Hay ‘churubitos’ (capitalinos) que nunca han pisado un bancal, y de ellos se compadece él cada vez que lleva su cosecha a los tres mercados semanales (martes, en El Palmar; jueves, en La Fama, en la calle Pablo VI; y viernes, en Santo Ángel) donde pueden encontrarlo:

«Hemos traído ya a mucha gente aquí, y alucinan porque nada es del mismo color y ven que hay hierbas alrededor del bancal. Es una producción diferente, tenemos acelgas, repollos… un poco de esto y de lo otro. Un huerto como para la casa, que era lo que queríamos hacer». Ahora quiere incorporar animales para remover la tierra. «Ir con el tractor no va con mi conciencia, porque yo también estoy tragando el humo». Tiene encargadas dos mulas ya entrenadas, que han estado labrando viñas en Palencia y pasan por donde no entran las máquinas. «Mi padre, Juanito Navarro, que hoy tiene 90 años, llegó a entrenar dos vacas y eso era un espectáculo. Él no sabe nada de las mulas. Cuando las vea me dirá: ‘¡Tú estás loco!’. Yo sigo donde mismo cultivaba mi abuelo. Está cerca de donde vivo, vengo a regar en bici. Les puedo echar un ojo en cualquier momento».

En un momento dado se levanta, mira al horizonte y, como poseído por la razón, cabila en voz alta: «Yo estaba empapado de la azada, y esos valores deben pasar a los colegios, para que quien lo quiera siga esta cultura. Así no se habrían cometido determinadas aberraciones. Claro que se puede construir, y no digo que haya que hacer barracas, pero no permitir cosas que no son acordes con el entorno. Antes la gente tiene que saber que este sitio es único, y que la agroecología es lo mejor para este entorno».

Su socio en ‘Del bancal a casa’, su empresa de agricultura natural, es Alfonso Ruiz, ingeniero agrícola. «Él es muy técnico para plantar las cosas en sus fechas, y yo soy más de azada», un arma arrojadiza con la que en el pasado incluso rodaban cabezas por mover las piedras o hitas que delimitaban las parcelas. «Él necesitaba dinero porque tiene hijos e hipoteca y yo no tengo ni hijos ni hipoteca y vivía de lo que plantaba. Empezamos con 2.000 metros y ahora estamos cultivando 9.000 metros, una hectárea. Hacemos rutas de reparto de productos que cortamos y llevamos frescos, y también servimos a un restaurante. No llevan químicos y crecen sin estrés. Hay clientes que nos dicen: ¡Qué bien que estéis aquí, no os vayáis! Eso de vender en la ciudad me da un chutazo difícil de explicar, y eso mismo pasaba a los huertanos de antes. Somos los únicos que vendemos productos agroecológicos en La Fama, y somos felices. Llevo otras cosas, zanahorias, coliflores… que son certificadas. Además, los que hacemos agricultura ecológica en Murcia tenemos un sello: Sistema Participativo de Garantía (SPG)».

La huella de la edificación

La pérdida de superficie de huerta ha ido aumentando a un ritmo sostenido a lo largo del último siglo, pero los arquitectos Marcos Ros Sempere y Fernando Miguel García Martín, profesores de Urbanismo de la Universidad Politécnica de Cartagena y responsables del Laboratorio de Investigación Urbana, estiman que la crisis económica ha frenado esa caída en picado. El Laboratorio, según explica Ros a ‘La Verdad’, ha profundizado en el análisis y estudio del comportamiento de la edificación dispersa en la huerta de Murcia. Un primer estudio del periodo comprendido entre 1929 y 2015 dio origen a una exposición y un libro, ‘Cinco palmos’, y recientemente se han detenido a desglosar el comportamiento del fenómeno durante el ‘boom’ urbanístico (2002-2007), entre el ‘boom’ y la crisis (2007-2011) y durante la crisis (2011-2016). Los resultados denotan cómo la superficie ocupada por unidades catastrales ha ido reduciéndose. Si durante los años de apogeo inmobiliario el número de construcciones era de 1.142 al año en superficie de huerta, después del pinchazo de la burbuja se pasó a 348 construcciones al año, y durante la crisis el ritmo se ralentizó pasando ser testimonial, con 88 construcciones al año (2011-2016). Estas comparativas se han realizado tomando cuatro ortofotografías (2002, 2007, 2011 y 2016), definiendo sobre ellas los tres periodos.

El análisis de esos suelos de huerta clasificados como Urbano Especial (US, antiguas agrupaciones lineales) y suelos SH revela que hay entornos que han alcanzado «un alto grado de saturación» y que deberán, según Marcos Ros, requerir un tratamiento especial dentro de un proyecto global. «Hay que aprovechar que ahora no hay tanta presión de gente que quiere hacerse casa para desarrollar un plan de acción integral, es un momento idóneo». Los profesores de la UPCT, que está realizando por encargo del Ayuntamiento un análisis y diagnóstico del Plan General de Ordenación Urbana, apuntan a que todavía estamos a tiempo de salvar este espacio singular. «Las construcciones están desvirtuando el tejido agrario, pero a la vez lo protegen. ¿Por qué? Porque cuando hay una colmatación de viviendas sueltas, intercaladas con parcelas de huerta, es muy difícil hacer una operación de urbanización porque son tan caras que a veces son inasumibles. Es muy raro que yo diga esto, pero esta situación evita la sustitución de la huerta por otros tejidos».

No toda la huerta debe considerarse igual, según Ros. «Estamos de acuerdo en que requiere un tratamiento urbanístico, agrícola, social, cultural y ambiental de manera integral, estable y urgente. Pero eso no quiere decir que deba considerarse toda ella por igual, sino que deben realizarse estudios pormenorizados de detalle según las zonas, según la colmatación, según la actividad social y agraria y según la localización». Un 50% de toda la superficie de huerta actual (7.000 hectáreas aproximadamente) no tienen todavía edificaciones, expone el exconcejal socialista, que fue una de las voces más críticas contra la política urbanística depredadora practicada por el PP durante la etapa de Miguel Ángel Cámara como alcalde y de Fernando Berberena como responsable municipal de Urbanismo. «La crisis ha ralentizado ese fenómeno de ocupación, y ahora que hay mucha menos gente ejerciendo presión sobre la huerta es el momento de actuar». Otro gobierno popular, encabezado por el alcalde Ballesta, ha puesto en marcha un Plan de Acción Integral para recuperar la identidad del municipio sobre los pilares de la excelencia científica y el consenso, que prevé la protección y rehabilitación del patrimonio asociado y valorización de enclaves singulares.

Conservación de «tesoros ocultos»

La vuelta al origen no es un eslogan hippie ni una extravangacia de los herederos de la revolución verde de los años 60 y 70. Hoy la palabra de moda es «agroecología», pero el catedrático de Botánica de la Universidad de Murcia José María Egea Fernández, que recientemente participó en la III Semana de la Huerta con una conferencia titulada ‘Sembrando utopías para arraigar la huerta’, considera que «uno de los problemas básicos que tenemos que resolver en el camino hacia la sostenibilidad de las ciudades es el abastecimiento de alimentos». Por ello propone la recuperación de «saberes y sabores», empezando por reconocer el papel de los agricultores «como modeladores del paisaje, custodios de la biodiversidad y protagonistas en la lucha contra el cambio climático».

Murcia ya se ha sumado a la Red de Ciudades por la Agroecología, y Egea apunta que el éxito de esta apuesta pasa por la identificación del potencial agroecológico de este territorio, de sus «tesoros ocultos», y por la implicación activa de la sociedad en conjunto para el desarrollo y conservación del espacio agrario periurbano, vertebrando una cadena de alimentación entre la huerta y los entornos urbanos adyacentes, generando posibilidades de desarrollo social a través de la economía circular. Muchas iniciativas están sobre la mesa, como la creación de centrales de compras y redes de establecimientos verdes. Ya hay proyectos que se han puesto en marcha y hay una sensibilización cada vez mayor respecto a la protección de estos entornos y de sus elementos asociados (patrimonio, tradiciones, gastronomía…). «La huerta», lamenta el catedrático Egea, «ha sido violada y maltratada en las últimas décadas. Debemos aprender a respetarla y valorarla por lo que ha representado, por lo que aún representa y, sobre todo, por lo que puede representar en el futuro».

Concienciación desde la escuela

La decisión de Paco Navarro de recuperar variedades locales, con fertilización orgánica, sin despilfarro energético y volcar toda la producción en mercados locales va en la línea de lo que exponen los teóricos. Volver a ser huertano es el desafío, y entre los lanzados a la aventura se están creando sinergias. Paco ha decidido replantar de romero, lavanda y salvia el huerto delantero, frente al colegio, porque recuerda que para hacer agricultura ecológica «es imprescindible que haya un 25% de terreno cultivable como seto natural, de aromáticas, que haya un equilibrio de fauna y flora para que sea sostenible. Así vamos creando un hábitat, recuperando el ecosistema natural». Esta tierra es única, explica con orgullo.

«Los canales de riego son fundamentales, y ya no te digo la canalización de aguas sobrantes, porque tú cuando riegas un bancal no se desperdicia nada de agua, se gasta la justa y regamos una vez a la semana. Luego a luego por gotero se pierde más. Aquí el agua va de la acequia a la tierra, de la tierra al merancho o landrona, y de ahí al río. La importancia de esta red hidráulica tenía que constar en los libros de texto. Los niños murcianos tienen que saber qué es un ‘escorreor’, una tranca, un merancho… Yo he empezado a empaparme de eso porque lo he aprendido de los mayores. Si lo hubiéramos sabido antes no hubieran pasado tantas cosas. La huerta es vida para nosotros y para los seres que moran aquí: caracoles, erizos, ranas, culebras, gorriones… Esto es naturaleza, un ecosistema precioso, y encima nos alimenta. No es un jardín sino un vergel, como dice el himno de Murcia, que había que cantar cada semana en los colegios y deberíamos sabérnoslo de memoria».

Estos días le está dando vueltas a la cabeza. «Lo mismo pongo un bancal de panizo, así tengo comida para las bestias, y hago el ‘esprefollo’ y todo. Hace años que eso ya no se ve por aquí». Cuando vuelva a casa cocinará en crudo. Ensalada de dos variedades de lechuga, de hoja de roble (roja) y la romana, con remolacha y brócoli bien picadito, un buen chorro de oliva y unas gotas de limón. Y rememorará con Marian, la bióloga cuentacuentos con la que comparte su mundo, la suerte que tuvo hace 45 años por nacer en este paraíso tantas veces malherido.